"Autómatas y automatismos en la narrativa rioplatense reciente", por Jimena Néspolo

[Texto presentado en el VIII Congreso Internacional de Teoría y Crítica Literaria Orbis Tertius, mayo 2012. Actas en prensa.]

Resumen: En este artículo se analiza la figura del autómata en la narrativa rioplatense reciente, a partir de los escritos ensayísticos de Edgar Allan Poe y de Lewis Mumford –entre otros. Lejos del ideal romántico de progreso indefinido, la figura del autómata concentra un conjunto de ideas contradictorias sobre el sujeto, la sexualidad, el conocimiento científico, la creación y las costumbres sociales adquiridas y no; se trata de un conjunto de ideas que han sido exploradas tanto por el psicoanálisis como por el surrealismo francés y que ciertos textos de la escena literaria contemporánea ponen singularmente en foco.

Palabras clave: ciencia – autómatas – fantástico – E.L. Holmberg – Horacio Quiroga – Patricio Pron – Pablo De Santis



La figura literaria del autómata concentró, desde los albores de la Modernidad, la posibilidad de que los aspectos más sublimes de la creación artística se conjugaran con los pétreos rigores de la composición científica. En el paroxismo de la religión positiva de la humanidad que proclamaba Auguste Comte hacia mediados del siglo XIX, método, eficacia y automatismo bregaban por superar incluso los límites de lo natural o lo viviente en un desborde de optimismo que el siglo XX, luego, reveló monstruoso.
“El libro de arena” y “Datura fastuosa (El bello estramonio)”, de E.T.Hoffman, o “La mancha de nacimiento” de Hawthorne, por mencionar sólo a un par de autores, grafican muy bien esta fascinación de época que impulsaba a los sujetos a vivir la vocación científica como una suerte de sacerdocio laico cuya abjuración no podía sino ser finalmente purgada. Si en el cuento de Hawthorne la tentación diabólica –“la caída”– se corporizaba en esa mácula pecaminosa que el rostro de la mujer ostentaba y que el científico intentaba con desesperación borrar hasta llevar a su esposa a la muerte, “El libro de arena”, por su parte, ya grafica el paso de la experimentación alquímica, representada desde la imaginería del niño, al gabinete científico y los claustros universitarios del creador de la autómata que fascina al personaje ya adulto.
Como veremos más adelante, la paleta temática y formal de estos autores se actualiza tempranamente en el área rioplatense en la singular obra del científico naturalista E.L.Holmberg. No obstante, quizá sea Horacio Quiroga quien más haya extremado la reflexión literaria entre ciencia, horror y creación de lo post-humano. Bajo el seudónimo de Fragoso Lima, Horacio Quiroga publica en 1910 el cuento “El hombre artificial” en la revista Caras y Caretas. El cuento tematiza el quiebre ya irreconciliable a principio de los años XX entre ciencia y ética: un grupo de hombres se dan cita en un laboratorio para crear a un hombre al que luego de darle vida se dedican a torturar. “Biógeno” es un hombre bello, perfecto, de ideal apolíneo, pero para dotarlo de experiencia, de la “experiencia del dolor que genera la vida”, sus creadores deciden someterlo a terroríficas sesiones de tortura. Como señala Sarlo (1992), hay un despojamiento de los hombres ligados al saber técnico-tecnológico que se retiran de la experiencia de la vida para ejercer su ciencia. Pero, contrariamente a lo que podría suponerse, su sacrificio no conduce a la gloria o al triunfo, sino a la cárcel o a la muerte. El protagonista, el científico genio que guía a los otros dos, Donissoff, es descrito como una “criatura sumblime”, un “arcángel de genio”, aunque sus actos lo indician como un sujeto monstruoso. Como Jano, Donissoff es un sujeto bifronte, dotado para el Bien y para el Mal, allí funda su autoridad frente al grupo. La retórica optimista inicial del cuento trasunta a lo largo de las páginas en un tono folletinesco pleno de claroscuros que van creando progresivamente una atmósfera de pesadilla, asfixiante y atroz. Me interesa detenerme en ese movimiento narrativo que va de la experimentación científica a la suspensión de la ética, porque no sólo recuerda a la trama de la nouvelle de José Bianco Las ratas (1943), sino también a la cadencia retórica-argumentativa de los ensayos ya canónicos de Lewis Mumford. Desde que editara Técnica y Civilización en 1934, sus puntos de vista sobre la relación entre tecnología y sociedad mutaron al compás de la desesperanza que atravesó el maquínico siglo XX. Su primer libro presentaba un enfoque optimista que pretendía integrar los avances de la ciencia y la tecnología en un nuevo hábitat humano más equilibrado y armonioso; una vez pasados los efectos más inhumanos del industrialismo, se trataba –para Mumford– de crear una sociedad descentralizada, regional, descongestionada, sirviéndose del flujo eléctrico como base energética. Sin duda, los avances catastróficos de la sociedad industrial en todos los aspectos de la experiencia colectiva durante los años cuarenta y cincuenta de la pasada centuria lo volvieron más precavido y sombrío con respecto a las promesas de la tecnología (las ciudades se volvían cada vez más agresivas para el sujeto, la Segunda Guerra Mundial trajo la bomba atómica y los métodos de exterminio en masa, el capitalismo perfeccionaba sus instrumentos de dominación por medio de la cultura del consumo y del cinismo): el trayecto espiritual que va de Técnica y Civilización al Mito de la Máquina (compuesta por dos volúmenes, 1967-1970) marca –para Mumford– el derrumbe de sus expectativas para crear ciudades armónicas y una cultura humana compatible con las necesidades de la naturaleza.
Cien años más tarde de aquel “hombre artificial” de Quiroga, muchos analistas coinciden en señalar que el relativamente reciente descubrimiento del material genético y del ADN recombinante, sumada a la gran revolución informática y comunicacional operada en la segunda mitad del siglo XX, define el paradigma biotecnológico de este nuevo siglo en marcha. En lo literario, la moderna figura del autómata se actualizó en la escena rioplatense de manera singular. El automatismo literario también –o a pesar suyo– se transmutó en la mercancía favorita de la religión del Capital, y su prolongación “biógena” se recluyó aún más en los claustros ofrecidos por la ciencia. No obstante ahora lo tecnológico-maquínico también puede ser pensado como prótesis del sujeto. En la medida en que las nuevas tecnologías de la comunicación suponen la creación de modos de circulación y de lectura inéditos, debemos también reflexionar en cómo inciden esos nuevos soportes, dispositivos o estrategias digitales de convalidación estética en las escrituras en marcha.

El calígrafo de Voltaire (2002), la novela que Pablo De Santis publicara antes de la premiada Los misterios de París (2007), despliega una verdadera reflexión sobre el estilo a partir del arte de la caligrafía y, por contraste, la creación de autómatas. Estamos a finales del siglo XVIII y un forastero llamado Dalessius llega a un lejano puerto, a un lugar al que sólo se puede llegar “por error o huyendo de algún peligro”, con el corazón de Voltaire en un frasco y la obsesión por una mujer. La voz de este personaje, de este calígrafo formado en la Escuela de Vidors, aficionado por los diccionarios y el orden alfabético del mundo, urde entonces la trama de esta historia de matriz policial con frases cortas y pulidas en primera persona. Contratado por Voltaire, primero como calígrafo y luego para averiguar en Tolouse el caso de un condenado a muerte acusado de matar a su hijo, se abre entonces una investigación en la que se mezcla un verdugo, un constructor de autómatas, su hija y la lucha de dos bandos religiosos (los dominicos y los jesuitas) por acabar con la Ilustración y devolverle a Francia la fe perdida.
Es significativo observar cómo esta novela lleva a un punto de máxima tensión las figuras parasitarias del discurso, de clara herencia borgeana, sobre las que el autor ya había trabajado en novelas precedentes. Si en La traducción (1998) y Filosofía y Letras (1999), los personajes eran traductores, críticos literarios o académicos que aseguraban, a partir de esta relación de subalternidad textual frente a un pretendido “original”, el devenir de una trama detectivesca, en El calígrafo… la reflexión sobre el estilo se desarrolla a partir del arte de la caligrafía, en la aprensión de una certeza final: todo aquello que alimenta al lenguaje también festeja a la muerte. En La traducción, la pasión por la palabra lleva a un grupo de traductores al conocimiento de una lengua mítica, la lengua de los infiernos que es “como un virus y cuenta una única historia”, quien cree dominarla resulta hablado por ella y conducido hacia la auto-aniquilación. Del mismo modo, en Filosofía y Letras, la obsesión de un grupo de críticos por el mito forjado en torno a un escritor impublicado los lleva al descubrimiento de una obra compuesta por un único relato hecho de “sustituciones” y que –como no podía ser de otra forma–: “No ha sido un medio de transmisión de mensajes, sino un solo mensaje eternamente repetido: la invitación a la muerte.”
Así, en El calígrafo..., la economía y austeridad de la prosa que reflexiona, a su vez, sobre su misma materialidad (las plumas y las diversas tintas que llega a conocer y dominar Dalessius son las que le permiten, entre otras cosas, “matar al gran maestro de la caligrafia, Silas Darel” –según reza el texto) llega a una cristalización ejemplar: “Siempre hay un momento en que el calígrafo renuncia al significado de las palabras para ocuparse sólo de su disfraz, y reclama para sí el derecho a no saber nada, a no entender nada, a dibujar serenamente una incomprensible lengua extranjera.”(2002: 64) Entrega, búsqueda constante de “la” forma hasta llegar a un estado de inconciencia o aniquilamiento; la novela de De Santis es también un manual sobre la correcta escritura que recurre a la figura del copista para resolver la tensión estética operada entre los términos tradición/originalidad. No por azar, el gran constructor de autómatas Von Knepper confiesa a Dalessius –cuando lo supone condenado a muerte– que la obsesión de quienes se dedican a “esa hechicería” es la construcción de autómatas-escribientes:

"Tuve algunos triunfos y llegué a presentar a uno de mis escribientes en la corte del zar, donde la máquina ejecutaría un texto de ciento nueve palabras, en alabanza del soberano. Un error de ajuste hizo a mi escribiente volcar el tintero, y no hubo otro elogio que una mancha de tinta que se extendió sin límites. Si se me perdonó el error, fue porque un sabio de la corte creyó ver en el accidente un vaticinio sobre la irreparable expansión del imperio." (2002: 122)

En el siglo XVIII, Wolfgang von Kempelen (subráyese la homofonía con “Von Knepper” de De Santis) crea un autómata ajedrecista conocido en los anales de las curiosidades históricas como “El Turco”, con el objetivo de entretener a la corte de María Teresa. Con mayor o menor agudeza esta curiosidad ha sido reelaborada en distintos textos ficcionales; los autores insisten en enfrentarlo a jugadores aviesos lo que hace poco verosímil la historia, lo más probable es que apenas fuera capaz de realizar tres o cuatro movimientos ante jugadores poco experimentados. El autómata era, por supuesto, un fraude o, mejor dicho, un truco de ilusionismo, provocado con un hombre escondido dentro de una caja de madera que movía, por medio de un mecanismo de relojería, al maniquí vestido con túnica y turbante ubicado en el exterior. Como se recordará, Walter Benjamin comienza su reflexión sobre el concepto de filosofía de la historia invocando ese mecanismo fraudulento del autómata de la corte, para afirmar: “Un equivalente de tal mecanismo puede imaginarse en la filosofía. Debe vencer siempre el muñeco llamado materialismo histórico. Puede competir sin más con cualquiera cuando pone a su servicio a la teología, la cual hoy, como resulta notorio, es pequeña y desgarbada y no debe dejarse ver por nadie.”(2007: 65)
Lo curioso es que recién ciento cuarenta años más tarde, Leonardo Torres Quevedo logra crear un verdadero autómata ajedrecista y presentarlo en la feria de París de 1915. La mecánica, como es de sospechar, se complejizaba y los creadores podían ahora –por ejemplo– colocar electroimanes bajo el tablero de ajedrez para asegurar los movimientos; si bien se afirma en los manuales de ajedrez que el autómata no jugaba de manera muy precisa y no siempre llegaba al mate en el número mínimo de movimientos –a causa del algoritmo simple que evaluaba las posiciones–, sí lograba la victoria la mayoría de las veces.
Con todo, el primero en plantear de alguna manera incierta el vínculo entre composición y automatismo fue Edgard Allan Poe. Aunque la sospecha de impostura es contemporánea a la aparición del invento von Kempelen, la más célebre acusación de fraude fue la que realizó el padre del policial en su ensayo “El jugador de Ajedrez de Maelzel” (publicado en el Southern Literary Journal en abril de 1836). Después de ser exhibido en París y Viena, y de recorrer Londres en 1784, el famoso “Turco” ya visitaba distintas ciudades de los Estados Unidos creando un gran alborozo. En este ensayo, Poe ofrece diecisiete argumentos explicativos –como sólo el autor de “Los crímenes de la calle Morgue” podía hacerlo– para desmontar el truco ilusionista generado por el hombre ubicado en el interior del mecanismo. Contra la lectura canónica que ha instalado Julio Cortázar al insistir en el carácter epifánico de la creación en el gótico de Poe, quiero en esta instancia subrayar que es con la misma frialdad y agudeza argumentativa con que el autor de “El gato negro” desarma al fraude del “autómata”, con que en los ensayos “Filosofía de la composición” y “El principio poético” insiste en el Ritmo como principio de composición que guía la construcción del Poema para crear ese sentimiento de exaltación sublime (“sentimiento poético”) que por entonces guiaba al arte. Es decir, para hablar de su “creación” (“El Cuervo”) se refiere al estricto dominio de las regulaciones formales, de carácter matemático y dinámica ajedrecística, que rigen a la lengua: arduos ejercicios de razonamiento desplegados en una celda de angustia sin límite –he aquí el tremendo estupor de su arte.
Pero volvamos a Hoffmann, a “La pipa de Hoffmann” que es –como se recordará– el relato que el naturalista argentino Eduardo Ladislao Holmberg (1842-1937) le brinda tempranamente y a modo de homenaje en estas costas. Además de ser uno de los primeros cultores del policial en Argentina y leer con premura a Poe (“La bolsa de huesos”, “La casa endiablada”), Holmberg fue el primero en urdir una trama con autómatas aprovechando el debate entre materialistas y espiritualistas que apasionaba a la Buenos Aires de entonces. “Horacio Kalibang o los autómatas” (1879) es quizá una de sus piezas más logradas; con humor y dosificada ironía el texto se plantea como una gran reflexión sobre las matrices “automáticas” (ya sea propias de la vida orgánica, o de conductas sociales adquiridas) que mueven a los sujetos en el gran teatro del mundo. Por supuesto, no es nada casual que Holmberg dedique este cuento a su amigo y polemista José María Ramos Mejía, quien ya se insinuaba como pieza clave del panteón científico que posicionaría a la Argentina moderna de cara al mundo, y que por esas fechas publicaba su tesis Traumatismo cerebral (1879).
Como bien señalan Sandra Gasparini y Claudia Román, en el posfacio a El tipo más original, de Holmberg:

"Fue Sarmiento quien, interesado en impulsar las investigaciones científicas y la formación de jóvenes discípulos, contrató –entre 1870 y 1873– a un grupo de especialistas alemanes que fundaron la Academia de Ciencias Exactas de la Universidad de Córdoba. Independizada como Academia Nacional de Ciencias en 1878, fue un foco importante de circulación de novedades a través de la publicación de boletines especializados (…). En 1872 se había fundado la Sociedad Científica Argentina, asociación tan importante como la anterior." (2001: 191-192)

Las autoras mencionan también, para graficar el revulsivo ambiente científico de entonces, al funcionamiento del porteño Círculo Científico Literario (1878-1882), como un grupo nacido en las aulas del Colegio Nacional y por cierto bastante más elitista, que convivía y dialogaba con la Academia Argentina de Ciencias, Letras y Artes (1873-1879), a la que Holmberg se integra poco después del inicio de sus actividades, participando en la sección científica, especialmente con investigaciones sobre arácnidos. Según cuenta Martín García Mérou en Recuerdos literarios (1891), uno de los objetivos –“de una ingenuidad adorable” (sic)– de la Academia era la creación de un arte, una literatura, un teatro y una ciencia nacional.
En un artículo reciente, Patricio Pron recordaba el hecho de que la trama de “Horacio Kalibang…” se sucediera en Alemania para reforzar su tesis de la inexistencia tecnológica-científica argentina y en –consecuencia– la presencia débil, o también inexistente, del género “ciencia-ficción”, en nuestra tradición. Cito:

"Sin embargo, puede que esta sea anterior a las crisis a las que hago referencia y esté prácticamente en el inicio de su historia como nación: uno de los pioneros de la ciencia ficción argentina, Eduardo L. Holmberg, sitúa el taller de autómatas de su relato Horacio Kalibang o los autómatas (1879) en Alemania y no en Argentina, donde hubiera resultado inverosímil para sus lectores en virtud de la percepción a la que he hecho referencia (véanse Gasparini y Pérez Rasetti). Este desplazamiento geográfico es la expresión de unas circunstancias políticas y económicas específicas que han hecho de Argentina un país consumidor de tecnología, sobre la que posee escaso o nulo control; se trata, además, de un momento importante, en tanto Holmberg funda la ciencia ficción en Argentina con un gesto de rechazo a la posibilidad (siquiera ficcional) de que Argentina pueda producir ´una verdad científica sobre la realidad´. Nuevamente, más ficción que ciencia." (Pron: 2011)

Según hemos visto, la presencia alemana en la fundación de la Academia de Ciencias Exactas de la Universidad de Córdoba derriba sin miramientos esta argumentación, y ofrece un marco explicativo posible, uno entre tantos, al escenario alemán del cuento. Antes de cuestionar o reformular la categoría arbitraria y convencional de “ciencia ficción” con la que trabaja, Pron opta por aniquilar de cuajo la posibilidad de que exista una matriz científico/tecnológica en Argentina, citando incluso a autores que sostienen todo lo contrario. El gesto es curioso, y merece disputarle el podio al barón von Kempelen en los anales de las históricas tonterías, incluso bien pudiera ser tomado a risa o como una simpática provocación, pero el hecho de que publique su intervención en una revista académica, y la encuadre en los “rigores” del discurso “científico” redimensiona sus consecuencias. Pron no cuestiona en ningún momento las pseudo-categorías que utiliza en su análisis, más bien opta por automatizar el pensamiento a fin de que “encaje” en las regulaciones de lo dado, y –como si fuera poco– lo replica en el universo multiplicador de la web a través de un blog mantenido por el Grupo Prisa. La prótesis tecnológica –obsérvese– también puede apuntalar una literatura de autómatas.

Como bien recuerda Hal Foster, los surrealistas asumieron la cuestión del automatismo de un modo particular puesto que el problema, para ellos, era más bien la autenticidad. Es decir, la amenaza que el cálculo y la corrección representaban frente a la pura presencia de la psiquis “automática”. Como declaró Breton en 1920 y reafirmó Max Ernest en 1936, el surrealismo se declaró en contra del “principio de identidad”; aún cuando la escritura automática pusiera en escena un inconsciente que poco o nada tenía que ver con la liberación propugnada, puesto que mostraba una materia conflictiva en su instintiva repetición. En el “Segundo manifiesto” (1930) y en “El mensaje automático” (1933) Breton estimaba ya que el automatismo tenía los rasgos de “une infortune continue”, puesto que condenaba al movimiento a una aporía sin salida: esa pura presencia de la psiquis que se pretendía liberada, en la a-simbolia quedaba presa de la insurrección psíquica y social.
No obstante, esta oscilación entre liberación y desagregación o desarticulación del sujeto a partir de lo automático, ya se insinuaba en el primer texto de La Révolution surrealista (n°1), donde el automatismo era representado precisamente por autómatas: “Los autómatas ya se multiplican y tienen sueños.” La mención aludía sin duda al Joven Escritor de Pierre Jacquet-Droz, ese autómata del siglo XVIII que rayaba las pizarras en pos de un “dictado mágico” que, al fin, resultaba atrozmente vacuo. El automatismo surrealista, tal como las principales categorías bretonianas que surgieron de él (lo maravilloso, la belleza convulsiva, el azar objetivo), reflexiona en torno a los mecanismos psíquicos de repetición compulsiva y de pulsión de muerte, citados en clave de lo siniestro. (Foster: 37)
Sospecho que, en sus días finales, André Breton era visitado en pesadillas por aquel muñeco mecánico de Jacquet-Droz, el mismo que con su revolución quiso liberar, y que en sus sueños mudos era condenado a observar cómo el autómata movía sin parar sus manitas de escribiente en un texto blanco que jamás decía nada.


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