"León Ferrari, poético y político", por Andrea Giunta


Publicado en el último número de la revista TODAVÍA.


El mapa de una obra, el de una vida, pueden ser mapas de la historia. No de una historia lineal (del progreso, de los estilos del arte, del desarrollo político de un país), sino de sus inflexiones, de las especificidades que marcan cada momento y lo vuelven único. Una reflexión sobre las circunstancias. Al mismo tiempo, toda producción implica una posición general sobre problemas estéticos o sobre el orden del mundo. Quiero capturar estas generalizaciones desde una obra particular.
La extensa producción artística de León Ferrari (desde 1954 hasta el presente) involucra diversos aspectos: posiciones estéticas y políticas generales, que abarcan el universo, y una relación definida sobre ciertas coyunturas políticas.
En un sentido, articula dos órdenes de lectura. Por un lado, el enrevesamiento que resulta de desarrollar diversos temas y técnicas al mismo tiempo (tanto la abstracción como la representación crítica; tanto el collage como el dibujo); por otro, el orden histórico que deviene de la relación entre la historia argentina y los momentos de su obra y de su vida.
Sabemos con la precisión que nos proporcionan los datos del archivo que Ferrari comenzó siendo un artista extremadamente experimental: a fines de los años cincuenta tallaba la madera, realizaba esculturas de cemento, producía cine, desarrollaba mecanismos para la filmación. A comienzos de los sesenta su trabajo se definía entre las esculturas de alambres atados o soldados y los dibujos abstractos. En apenas tres años abordó una investigación excepcional sobre la escritura, sobre el orden visual del registro dibujado, en líneas, ordenado, aparentemente narrativo pero efectivamente abstracto. Y en este orden –el de los grafismos que avanzan y retroceden sobre el plano, el de las superposiciones, las manchas, los rulos, el viaje por la extensión de la página o el enredo de las líneas sobre sí mismas– definió un vocabulario, un texto desde el que intervino significados y gramáticas para crear nuevos sentidos. En 1964 desarrolló una serie acotada de dibujos en la que palabras del diccionario que han caído en desuso se yuxtaponen y generan, por medio del sentido que reverbera en su sonido, un relato. Los llamó manuscritos. En ellos jugó con las vecindades entre palabras e imágenes, entre palabras y palabras, entre el texto y el blanco (a veces un muy extenso blanco) de la página, entre la grisalla del texto periodístico recortado y circundado por el texto manuscrito. En todos estos diálogos, breves y explosivos, indagó sobre la acumulación de imágenes y la descripción de situaciones irreverentes, poderosas, revulsivas. Cuestionadoras del canon de Occidente. Para ser más específicos, relatos como El arca de Noé (o El árbol embarazador), en el que Ferrari reescribe el diluvio bíblico. En su versión todos los hombres mueren, pero las mujeres (esas muchachas transgresoras que dejaron a la humanidad el legado del amor por el conocimiento y los placeres del sexo) se salvaron inflando sus pechos y sus nalgas. En un acto liberador, cortaron el sexo de los jóvenes muertos y los injertaron en un árbol inmenso al que se subieron para copular frenéticamente y así continuar la especie. En esta historia Dios observa, consternado, sin poder detener la vida. Así, mucho antes de lo que generalmente se piensa, Ferrari comenzó sus reescrituras de la Biblia, aquellas sobre las que volvió cuando unió un avión de guerra y una imagen de Cristo (La civilización occidental y cristiana, de 1965) o cuando en la ciudad de São Paulo realizó collages en los que unos pájaros dejan caer sus excrementos sobre las imágenes de los tormentos de los juicios finales pintados por los grandes artistas de Occidente. En esta descripción señalamos otra recurrencia: la crítica sostenida a la cultura occidental, al canon del gran arte que ordenan los relatos de la historia del arte, a la descripción de la historia que suscribe la idea del progreso de Occidente. Para friccionar estas representaciones, Ferrari compara la sexualidad de Occidente con la de Oriente, confronta las figuras del Kamasutra con las de la imaginería cristiana desde el románico hasta el Renacimiento. En esta línea de su trabajo, la de una figuración crítica, las objeciones totales a la cultura y la historia de Occidente se mezclan con momentos extremadamente contextuales. Por ejemplo, cuando realiza una obra para la exposición de Homenaje al Vietnam (1966), cuando participa en la legendaria experiencia colectiva Tucumán Arde (1968), cuando diseña un póster para la exposición Malvenido Rockefeller (1969) o cuando elabora una extensa serie de collages que acompaña la edición facsimilar del Nunca más realizada por el diario Página 12. La guerra de Vietnam, el viaje de Rockefeller, el plan de privatizar los ingenios de la provincia de Tucumán que inicia la dictadura argentina de Onganía, o la develación de la política de desapariciones instrumentada por la dictadura entre 1976 y 1982, tales fueron los hechos, las coyunturas internacionales y argentinas sobre las que Ferrari intervino. Sus imágenes activaron estos contextos. Lo hicieron desde el collage de noticias y de imágenes: yuxtapuso las secciones policiales con las gremiales y la política a fin de poner de manifiesto que todo pasaba en el mismo lugar, Tucumán, y que todo obedecía a un plan maestro; combinó imágenes del nazismo y la Segunda Guerra Mundial con las de los dictadores argentinos. La explosión del sentido que produce el montaje es uno de los recursos que se reiteran en toda su producción artística.
Se exagera el aspecto escandoloso de su obra. No es que este no exista. Sus exposiciones más transgresoras irritaron audiencias y desataron actos de histeria colectiva. Pero el objetivo de Ferrari no es provocar desde la obra, sino utilizarla para dar visibilidad a la escandalosa historia de guerras y cinismo que atraviesa las prácticas de la tortura, de la inquisición, del exterminio del diferente, del antisemitismo, de las guerras civilizadoras libradas hasta el presente. Lo escandaloso, entonces, no es su obra, es el mundo. Un mundo que afectó su propia biografía: él, con su familia, emprenden a fines de 1976 un viaje de exilio que dará lugar a una larga residencia en la ciudad de São Paulo.


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